El sueño
“Durante
mucho tiempo no tengo vestidos propios. Mis vestidos son una especie de saco,
están hechos con viejos vestidos de mi madre que son a su vez una especie de
sacos.”
Marguerite
Duras
Silencio. Antes y después, silencio. Un silencio nuevo
y extraño a partir de esa imagen. Imagen coagulada en los ojos de esa niña,
pegada a la piel durante varias décadas.
Y en el medio, un grito. Algo, interrumpe el sueño y
atraviesa la realidad cotidiana incrustándose como un parásito en el dormir. Otro
grito y la sensación adormecida, que ese ruido lejano la llamaba a ella.
Abrir los ojos y escuchar. Un fragmento de sonido toma
su nombre, en la voz desesperada. La ensoñación persiste todavía, cuando el
llamado inundaba los oídos y el cuerpo se levanta de la cama, sin poder creer que
su hermana menor continúe durmiendo.
Los ojos no se acostumbran a la oscuridad; los objetos
están sumergidos en la penumbra y sin embargo, el camino de su habitación a la
de sus padres, podría hacerlo hasta sonámbula. Y los pasos crecen, aumentan, al
distinguir en la tenue luz de la noche que atraviesa las ventanas del comedor,
la ubicación de los muebles.
Sus piernas no entienden dónde van. Dónde se origina el
grito de su padre, dónde la lleva. De hecho pareciera que él no está, que se
hubiera disuelto entre la puerta de calle y el jardín.
Y ella, en la víspera del décimo cumpleaños de su
hermana, llega a la entrada de la habitación de los padres. Está ahí desdoblada:
parada, desvanecida, muda. La mirada de doce años no comprende qué ocurre con
su madre y con ella. Ni siquiera si eso es cierto. Todo lo que ve, es la imagen
que opaca su entorno.
Después, sólo queda el aturdimiento: unos brazos que
la sacan del marco y la dejan a un costado; la aparición de una vecina que toma
un abrigo, envuelve a su madre y se la lleva, una distinta de aquella que un
momento atrás, no recuerda si estaba despierta, levantada o acostada. Su padre que
regresa, se acerca para darle un beso, apaga la luz y escucha que dice: ─No te
preocupes… va a estar bien… Andá a dormir y cuidá a tu hermana. ─ y vuelve a
desdibujarse de la escena. El golpe lejano de una puerta que se cierra, el sonido
de unas llaves y nada más.
Ya no hay luces ni reflejos, sólo el silencio
invadiéndola, allí, parada, mirando el lugar por donde desaparecieron.
Una quietud desolada ocupa la casa. Desanda sin
entender el camino hasta su cuarto. Se acuesta en su cama sin taparse. El
cuerpo no siente el frío de esos días de otoño. Duerme rápidamente. Todavía atontada,
retorna al interior del sueño abandonado: la llegada con su familia al pequeño
pueblo donde vivían sus abuelos maternos; el reencuentro con primos y tíos,
luego de un año de distancias. La sensación del viento al andar a caballo, al
galope, disfrutando con otros chicos esa inmensidad alcanzada en medio del
campo. Y después el almuerzo, lleno de anécdotas, risas, peleas, juegos... La fuerza
del sol y del calor sofocante de cada verano... Cuando su hermana tironea una y
otra vez de su remera y la mañana destemplada irrumpe, agrieta sus ojos.
Susana Espíndola
Diciembre de 2012
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